sábado, 30 de julio de 2011

Piano

No importa que no suene armonioso. Presioná, tocá esas teclas con la misma intensidad con que alguna vez soñaste hacerlo. Permití que broten de ellas tus historias, que se deslicen los años a través de ese Claro de Luna. Que te enreden con sus hojas y su savia tus anhelos más recónditos. Aunque los ojos se te llenen de lágrimas y quieras disimularlo. Contáme, contáme de tus viajes. De tus padres. Sobre tu último libro. Contáme mientras lo inventás a Beethoven. Y no importa que no suene como querrías. No importa que tus dedos ya no sean tan flexibles. Que tus manos estén ensombrecidas. No importa que no puedas ser perfecta para mí. Aprecio tu imperfección mejor que tu perfección. Contáme. Contáme que cada injusticia la sentís como tuya. Contáme lo que no fue. Contáme lo que soñabas cuando eras chica y querías tocar esa misma sonata. Contáme qué amabas. Qué amás. Contáme que querés ser. Qué ser te querés dar. Qué ser que te fue dado querés rechazar. Contáme lo que fuiste. Y contáme lo que no fuiste. Contáme de tus sueños. Contáme. Y aunque no sé si estaré siempre en el banco de al lado, componé tu primera sinfonía. Algún día la voy a escuchar, y entonces, entonces voy a saber qué me contaste..



jueves, 14 de julio de 2011

El lugar especial

Mientras conducía dijo que el mundo tenía reservado un lugar especial para cada uno de los seres humanos, y entonces su acompañante pensó en los pueblos hambreados, las historias negadas, la sangre derramada en los carriles de la historia. Esa historia que tenía un sentido, porque sus vías iban hacia el mismo destino.  El mundo marcha hacia el socialismo, recordó. Era una convicción. Era una necesariedad. La historia va hacia allí. La burguesía engendrará a su propio enemigo, y el enemigo luego la derrotará, logrando la ansiada síntesis. La burguesía había negado al sistema feudal; el proletariado, a su vez engendrado por esa burguesía, la negará. Afirmación, negación, negación de la negación. No fue, vino el mundo post. La post-modernidad. El mundo de la paz y la convivencia. La paz que, a lo mejor, algunos sentían mientras exterminaban de manera más sutil, sin que se los llame asesinos. La misma matriz neoliberal de las dictaduras, pero con medios diferentes. Sin resistencias, sin contra-fuerza. La paz de Cavallo anunciando sus ajustes por cadena nacional.  La paz de Carlos Menem indultando, generando pobreza y entregando ideales. La paz de la flexibilización laboral de De la Rúa. La paz que le encanta a la cúpula eclesiástica. La paz que nunca pone sobre la mesa las contradicciones de una sociedad desigual. El diálogo y el consenso para ceder ante los poderosos. Dialoguemos con la Sociedad Rural, financiadora de la Campaña del Desierto, manchada de la sangre de cientos de aborígenes y de la vida esclava que tantos otros tuvieron luego. Ese Desierto no era ningún desierto. La campaña que fue liderada por Roca como Ministro de Guerra de Avellaneda. Roca, luego presidente, el de la etapa de las oligarquías en el poder, el Orden. El Roca que tiene una calle que en Rosario tachan y tachan, y vuelven a tachar, para poner sobre ella el nombre de un tachado. El nombre de alguien que se interesaba por los tachados de este mundo: el Pocho Lepratti. Y entonces tenemos en los noventa la paz encubridora y negadora de la lucha de clases. La lucha de clases que estuvo más viva que nunca en el `55, la lucha de clases que el Peronismo lejos de conciliar como propuso Perón en La comunidad organizada, reavivó. La lucha de clases es eso, y si no es eso, ¿dónde está la lucha de clases?. ¿Dónde está sino está en una sociedad dividida entre los sectores populares pugnando por defender sus ideales y las corporaciones defendiendo sus intereses?. Está en la huelga del Frigorífico Lisandro de la Torre de 1959, en el Cordobazo, o en los programas obreros de La Falda y Huerta Grande.
Perdón, la historia murió. Ya no hay lucha de clases. Estamos en la década del `90. Cayó el muro, llegó Gorbachov, y la Guerra Fría tuvo un ganador.  Llegó la era de la líquidez y las personalidades adaptadas a una constante fluidez. Lo público pensado sólo en torno a la vida privada de las figuras destacadas del espectáculo, de los personajes destacados. La revista Gente, la revista de la gente. La revista que en la última dictadura publicaba lista de las personas que la dictadura tenía que matar. Que elegía como personaje del año a Rafael Videla. La revista dirigida por Samuel Chiche Gelblung, el simpático de la tele. El formador de opinión. La revista Gente era la revista de la gente. De la gente bien, derecha y humana. Humana ante todo. Porque es católica, apostólica y romana, como el genial personaje interpretado por China Zorrilla en Esperando la Carroza: Elvira Romero de Musicardi. ¿Qué somos? ¿Negros para ser tan salvajes, judíos para no tener siquiera creencia religiosa?, le pregunta a su hija y su cuñada mientras camina por su barrio. No, por eso algunos como yo, podría haber dicho tranquilamente Elvira (algunos, porque generalizar sería injusto, también estaban los sacerdotes tercermundistas vió, y en esa Iglesia hay grandes personas) bancamos a Videla. Videla va a la Iglesia. Videla se arrodilla ante Cristo. En Chile, Pinochet comulga de la mano del Líder de la institución, Juan Pablo II. ¿Allende? No, a Allende ya lo tumbaron. Sí, lo tumbaron. La CIA y las Fuerzas Armadas. Lo fueron a buscar a la Casa de la Moneda. 
La lucha por el poder es la lucha por la verdad, por imponer la verdad. Foucault lo dijo hace mucho. En las sociedades globalizadas, son los mass-media los que imponen su verdad, que es siempre, la verdad de las corporaciones. Las corporaciones mediáticas no son el cuarto poder, son el poder mismo, el económico, el que ni siquiera aparece en esa clasificación de cuatro poderes: Ejecutivo, Legislativo, Judicial, por último, Mediático. Los medios. Pero los grandes medios están en manos del poder económico. Ese que es tan hábil y astuto que ni siquiera aparece ahí, en una clasificación. Sabe invisibilizarse.
Ahí estaba, en todos los kioscos, la revista que justificaba el genocidio. La revista, el diario, la tele. Los medios como constructores de sentidos. Los medios como cómplices de la etapa más nefasta de nuestra historia. Siempre, siempre, cuidado, siempre en nombre de la democracia y la conservación de la República.
Retrocedamos, volvamos a los 90. El mundo en el que las ideologías caían. La historia ha muerto proclamaba Fukuyama desde el Gran Imperio. ¿La historia había muerto? ¿No era acaso lo que proclamaba una expresión de deseo? La historia ha muerto señores, el liberalismo ha triunfado. Sí, ha triunfado con sangre, con genocidio, para así poder instalar su dominio sin resistencia alguna. Ha triunfado utilizando la vida como medio, despreciándola. 
Pará, pará, basta de discutir cosas del pasado. ¿Pero de qué pasado me hablás Raúl? La historia no murió. Fukuyama se equivocó. Mejor dicho, nos quiso hacer creer que las ideologías habían desaparecido, pero están vivas, acá, acá nomás. En nuestra Tierra. En el patio de atrás de los Estados Unidos de Norteamérica. La historia brotó, resucitó, o tal vez, nunca había muerto. Sólo quiénes debían encarnar su movimiento tenían miedo. El miedo que instalaron durante años secuestrando, torturando, tirando gente de aviones, asesinando. La historia está viva en Latinoamérica. Están en pugna modelos diferentes. Y un aborigen, una mujer, un militar, un sacerdote, y un obrero, en diferentes países, en diferentes tierras, proponen el Estado Distribucionista, el que transfiere renta y lucha por la igualdad como condición esencial a toda sociedad que quiera vivir en paz, pero en paz en serio, en una paz fundada en la equidad, nunca, nunca en el oprobio y la afrenta. ¿Y sabés por qué? Porque la mano invisible nunca existió, y el Mercado, así, con mayúsculas, nunca se reguló por sí mismo. Latinoamérica fue siempre la tierra signada por la desigualdad. Tierras donde se montan palacios de cristales frente a pobres ranchos en su ciudad de los Buenos Aires. Paradójicamente edificios de cristales que no permiten ver. Permiten negar y tachar esos lugares, los del otro lado, los lugares olvidados. Son los lugares vacíos, los que describe Zygmunt Bauman. Los que no forman parte del mapa mental de nadie y están vacíos de sentido, no porque no lo tengan, sino porque nadie entra en ellos. Es un lugar público, pero no civil, porque la esencia de la civilidad, dice Bauman, es la capacidad de interactuar con extraños sin atacarlos por eso y sin presionarlos para que dejen de serlo o para que renuncien a algunos de los rasgos que los convierten en extraños. Ese es un lugar donde muchos de nosotros nos sentiríamos perdidos, o vulnerables. Y desde los edificios de cristales no se ve nada. Están muy altos. No se escucha mucho. Como en el magistral final de la película El método, de Enrique Piñeyro, donde estallan las protestas en la calle, pero en las alturas del edificio no se ve ni se oye nada.
Bien, ahora acelerá pero no tanto, dijo a su amigo que conducía.
Y después frená.
Frená, bajá, y decíle a ellos, a los tachados, a la barbarie que espanta a la civilización argentina, que el mundo tiene un lugar especial reservado para cada uno de nosotros. Yo, yo no puedo decirlo.

                                                                        (Foto: Viajando)

miércoles, 22 de junio de 2011

El reflejo


Subió al colectivo en un pueblo cuyo nombre no recuerdo y eligió sentarse por puro azar en el número doce del lado de la ventanilla. Nunca supo ni sabrá que esa elección permitiría que quien viajaba atrás pudiera contemplar su rostro a través de su reflejo en el vidrio. Verónica nunca sabrá de mí, pero yo sí de ella, porque conservaré el recuerdo de su mirada para, tal vez, intentar descifrarla cuando los años pasen y quien cargue con algunas arrugas y años sea yo. Por lo pronto, sólo puedo decir que cuando Verónica miraba un pibe despidiendo con una sonrisa a su padre, los viejos con sus boinas andando en bicicletas, y la gente abrazándose con quienes luego serían nuestros compañeros de viaje, percibía lo mismo que yo pude avizorar en su reflejo.
Mientras haya algo de eso en el mundo, mientras existan los gestos de complicidad, mientras podamos observar cuando viajamos algunos de esos rostros, la humanidad estará salvada. Sólo hay que encontrar el reflejo de ojos sabios, nostálgicos y cargados de experiencia para percatarse de ello. Verónica miró.. y yo pude ver.





(Foto: Mapa en cuaderno de 1960)

viernes, 22 de abril de 2011

En los pies

San Lorenzo y Paraguay,  4 de la mañana. Empezaba el jueves y esperaba el 122. Observar la ciudad a esta hora está entre mis preferencias. Me distraje, alguien venía trastabillando a unos metros. Lo primero que me preguntó al llegar a la esquina fue la hora y si ya había pasado el 110. Desde ahí, desde ahí  no dejamos de hablar por un largo rato.
Así me enteré que sus pasos no vacilaban por el alcohol como yo suponía, sino por las ampollas que venía acumulando desde hacía días. Nacho, o Tacho, había juntado ese día algunos pesos que no superaban su edad. Nacho era un adolescente, pero no como los que estaban en la otra vereda entrando a un lugar para divertirse. Ellos llegaban, y Nacho se iba. Ellos soñaban, y Nacho sobrevivía. Igual usted sabe, el pobre es pobre porque quiere. Usted sabe, a la gente le encanta vivir así. Usted sabe, él eligió estar sentado en esa vereda con sus medias mojadas. También, usted sabe, la pobreza es fruto de la vagancia. La pobreza es resultado de una decisión individual. La pobreza es la voluntad de querer ser pobre. ¿Estructuras generadoras de desigualdad? ¿Política liberal implementada en el autodenominado proceso de reorganización nacional y luego profundizada en la década del 90? ¿La derecha? ¿Destrucción de la industria nacional? ¿Destrucción de los movimientos populares? No señor, ¿de qué me habla?. Nada de todo esto tiene que ver con la historia de Tacho. No señor, ni la destrucción de la industria nacional, ni la concentración económica, ni las privatizaciones, tienen que ver con la historia de Tacho. Él está así porque quiere. La exclusión social para algunos sigue siendo exclusiva responsabilidad de los.. excluídos.
4 y 40 de la mañana. El 110 llegó antes, el 122 unos minutos después. Nos saludamos. Le alcancé la gorra y las zapatillas. ¿Hace falta padecer las ampollas para sentirlas? ¿Hace falta ser víctima de una injusticia para comprenderla? ¿Cuánto velan los prejuicios nuestra percepción de la realidad?. ¿Cuándo nos pondremos en los pies de Tacho?. Sólo cuando lo hagamos podremos caminar todos juntos. 



jueves, 24 de febrero de 2011

Ernesto

Si cada gota de lluvia era una lágrima de los dioses, no cabía duda que aquellos hombres y mujeres no estaban solos en ese círculo con sus rostros plagados de rescaldos de nostalgia. La tierra que cada uno de ellos sostenía entre sus manos abrigaba la cálidez de tardes de antaño; era la misma tierra con la que alguna vez Ernesto supo embarrarse siendo sólo un niño jugando a la pelota. Hoy lo despedían en medio de paraguas que se empeñaban en ocultar la tristeza de las miradas pero que no fueron suficientes para camuflar el sonido del llanto. Esa tierra que se esparcía entre sus dedos era la misma tierra que años antes Ernesto cultivaba para obtener sus frutos y crear con ella un vínculo especial que no caducaría nunca. Él y la tierra no eran tan diferentes, lo que ella tenía en marcas, él lo cargaba en arrugas.
La mayoría de los humanos rendimos pleitesía al cielo, decía Ernesto, tal vez porque es inalcanzable. Pero somos sin embargo indiferentes a quien todos los días está con nosotros confundiéndose con nuestros cuerpos. No había fijeza y solidez como la de la tierra, por eso ella y Ernesto eran tan parecidos.
Si hoy llovía, era sólo por una razón: los dioses también estaban tristes. Se habían percatado de que alguien los había olvidado y que esa tierra sin santos, la de la cancha, la del deseo y la concupiscencia, les había ganado la batalla.
Llovía y Ernesto se fue a donde siempre había pertenecido. Sin prólogos, sin epílogos, él y su tierra fueron todos los días, también hoy, la misma cosa.


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Diego.

Punto

"La muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres. Éstos se conmueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser el último; no hay rostro que no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño. Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y de lo azaroso. Entre los Inmortales, en cambio, cada acto (y cada pensamiento) es el eco de otros que en el pasado lo antecedieron, sin principio visible, o el fiel presagio de otros que en el futuro lo repetirán hasta el vértigo. No hay cosa que no esté como perdida entre infatigables espejos. Nada puede ocurrir una sola vez, nada es preciosamente precario. Lo elegíaco, lo grave, lo ceremonial, no rigen para los Inmortales. Homero y yo nos separamos en las puertas del Tánger; creo que no nos dijimos adiós."

Fragmento de El Inmortal, Jorge Luis Borges



La línea de este escrito no quiere terminar, no quiere ser corroída y corrompida por un punto, el punto es el final y esta línea pretende la continuidad, sin embargo sólo el punto la convertiría en oración, sólo el final operando retroactivamente la volvería línea, pero aún así se resiste a ser persuadida, cree en la eternidad, impugnará cualquier afirmación que exprese lo contrario, piensa que a los hombres les sucede lo mismo, también suelen rechazar el punto final de sus propias líneas, pero ese es su destino común, ese punto que los martiriza es después de todo el que otorga valor a sus vidas, sólo porque mueren sus vidas tienen valor, sólo porque mueren cada uno de sus momentos es importante, los pierde de antemano, deben declararse perdedores antes de empezar, nada volverá a repetirse exactamente, si se repitieran incansablemente todas estas palabras nadie leería esta línea que no quiere concluir, se la lee porque alguna vez irremediablemente terminará, esta línea sigue resistiendo, pretende la extensión infinita, no quiere disiparse ni desaparecer, está convencida de que puede hacerlo, se repite que no habrá punto, esta línea no .




 Diego      

miércoles, 16 de febrero de 2011

El robo perfecto

Sus rostros se diluían constantemente, volviéndose inescrutables y conservando un rasgo en común: ninguno de ellos era del todo transparente. Eran tal vez, la obra maestra del enigma. Todos guardaban un rasgo oculto y deseaban ser redimidos por quien los contemplara.
A pesar de las dificultades propias de quien no conserva el movimiento ni la expresión, perseveraban en su intento desesperado de transmitir un mensaje que nadie podía descifrar.
Si aún se mantenían inertes era por puro engaño, o porque tal vez, como Cortázar, sostenían que toda acción era la máscara de la carencia, mientras que la renuncia a la acción era la protesta misma de esa falta. Ellos habían renunciado a la acción, querían denunciar aquello que ya no tenían, pero lo cierto es que estaban ahí, viviendo, presos del paso del tiempo y esclavos de sus imágenes, con facciones exactas y gélidas, y con una espera que querían sostener.
Después de todo, algunas tribus tenían razon: las fotografías roban el alma


 Foto: Julián Ibañez Venegas




Diego

Intifadah

La piedra que levantaba Khalil no era más grande que su mano, pero tenía el peso de la historia. El peso de pueblos ocupados y destruidos hasta sus cimientos, de mezquitas convertidas en cenizas y cementerios arrasados. La Biblia era el título de propiedad de los opresores. Ellos también habían sufrido las consecuencias del desconocimiento de su pueblo en carne propia, pero sin embargo franqueaban los límites para extender su dominación. Sus necesidades no debieron significar nunca la negación de las necesidades del otro, pero así fue.
Khalil seguía ahí, consciente sólo del valor de su tierra, manteniendo su piedra por la identidad que le arrancaron, por la sangre y la voz de los que ya no están, y por ese rincón de Palestina que le pertenece.
La historia la escriben los que ganan, pensaba. Y tenía razón en este caso, pero también debía saber que la memoria de los pueblos no se apaga ni puede acallarse. La memoria de quienes pierden también se escribe en alguna parte. Mientras tanto resonaba en el aire una frase de Emile Habibi: Vuestro holocausto, nuestra tragedia. 




(Foto: Bansky con edición)



Diego

domingo, 13 de febrero de 2011

Historias Sacras

La causa está perdida, repetía, no sabemos por qué estamos acá, por qué existe esto. Bien podría haber nada, bien no podrían existir los planetas, ni el sol, ni el universo. Nada, la nada. No podía concebirla. No estaba preparado para hacerlo, y aunque lo estuviese, era imposible imaginársela. La razón humana se topa con su límite en ese preciso instante. Vivir vaciando el por qué, llenándolo sólo de incertidumbre para volver a vaciarlo, suele ser muy angustiante, pero no podía traicionarse a sí mismo. Zoroastro recibía las revelaciones de Ahura Mazdah, Moisés de Yahvé, Mahoma de Alá, y Jesús de Dios. La estructura parecía ser siempre la misma y su fé no era suficiente. Seguía sin creer.
Pero en algo creía, o más bien, algo le atraía profundamente, y no eran las historias divinas, sino las historias de seres finitos e imperfectos, las de gente de carne y hueso como él. Creía en las historias de pueblo que se modificaban con cada generación. Creía en los viejos tomando mates en las veredas y los pibes mojándose en la lluvia. Creía en las revelaciones de viejos ancestros, en las fotos color sepia, y las pequeñas historias llenas de simpleza. Creía que era más sagrada la historia de la señora de la esquina revelándose ante su marido, que Moisés atravesando el desierto, no porque la liberación del pueblo hebreo no le pareciese importante, sino porque si existía alguna travesía en su vida cotidiana, era la que atravesaban esos seres que no recuerdan más que sus familiares. Creía más valioso a aquel señor que trabajó para sus hijos, que Buda descubriendo el mundo pobre y lleno de miserias que su padre intentaba ocultarle. Para él, si existía algo sagrado, no estaba más que en esos lugares y en esas personas. Lo sagrado estaba a su alrededor. Si había alguna blasfemia era la de no reconocerlo.
                                                                                   


  




Diego

Cielo

Cuando dos cuerpos pugnan por encontrarse no hacen falta palabras que lo declaren. Hablan por sí solos, aunque las consciencias no consientan. Sus cuerpos demandaron lo que alguna vez omitieron. Ya no tenían diez años ni jugaban a la rayuela en el patio de la escuela. El orden riguroso se había transformado en caos. Bastó un solo pensamiento obsceno y la misma cantidad de minutos que la edad que tenían cuando se conocieron, para sentirse como nunca antes lo habían hecho. Cada uno de sus movimientos los acercaba más al final. Cada una de sus gotas de sudor profanaba más aquello que alguna vez supo ser sagrado. Se declararon militantes de lo mundano, y cuando se dieron vuelta, ya habían llegado al final del juego. La piedra estaba en el cielo, pero ya no eran más niños.


(La foto no me pertenece)






Diego

sábado, 12 de febrero de 2011

Volver para escribir

Estaba en esa estación buscando otra cosa, una señal, un gesto, un color que se torne contrastante con aquel mundo contaminado de grises y de sombras. Mientras miraba el afuera por las grandes paredes de cristal, buscaba un quiebre, la introducción de una diferencia, el capítulo fundamental del libro. Pensó en los grandes escritores, en su majestuosidad, en los personajes que tomaban vida y compartían con él una charla en Montevideo, un debate en París, o una noche en Buenos Aires. Pensó que tal vez él mismo era un personaje y estaba siendo escrito por alguien en alguna parte del mundo. Pero era él, estaba seguro. Estaba ahí, en esa estación, esperando un colectivo, intentando escribir. Nadie estaba marcando sus pasos, nadie estaba determinando sus angustias, nadie estaba siendo autor de su propia vida. Era el resultado de la más pura contingencia. Había sido arrojado a la existencia, y ni siquiera sabía si alguien lo había hecho. Volvió a recordar a aquellos personajes literarios, a  Martín Santomé, a la Maga, y a la misteriosa y sensual Alejandra, mientras un hombre a su lado se quejaba incansablemente del caos del tráfico. Ellos no podían ayudarlo. Tampoco los vestigios de su viejo hogar, ni las voces de sus amigos rondando su consciencia.  Hacía falta algo más para escribir ese capítulo, un despertar compartido, un pensamiento simultáneo. Quiso entonces intentar escribirlo solo, sin la presencia de nadie. Después de todo, pensó, los últimos capítulos son los más importantes; a pesar del paso del tiempo conservan sus cualidades, actúan sobre los capítulos anteriores modificándolos, dándoles otro sentido, casi como lo que nos sucede a los hombres cuando llegamos al final de nuestras vidas y miramos hacia atrás.
Tomó su lapicera y empezó a escribir. Tenía que encontrar el punto y aparte que genere una diferencia, tenía que salvarse del imperio de la razón, empezar a convertir el soñar en algo más que un verbo. Otra vez brotó la sensación de no pertenecer a ese lugar. ¿Qué hacía ahí, en una terminal repleta de valijas y gente apresurada, intentando desesperadamente volver a su pasado para tomar algún indicio que lo guíe? Porque eso era lo que había pensado. Si quería introducir alguna diferencia en su transcurrir debía volver a sus recuerdos y buscar una señal.
Lo intentó de nuevo, una y otra vez. Pero no podía. Volver era imposible. Las condiciones nunca estuvieron dadas para que esa palabra exista, ni uno es el mismo cuando vuelve, ni las cosas son las mismas. Heráclito siempre tuvo razón. Comprendió entonces que los retornos son sólo míticos, y que encontrar un antes y un después iba a ser más costoso de lo que había pensado: sin poder volver a su pasado no podría encontrar las letras que lo ayuden a escribir su porvenir.
Pero la calma lo envolvió y se apropió de él. Lo había intentado... Algún día volvería a escribir






Diego

viernes, 11 de febrero de 2011

La magia de lo cotidiano

Uno de mis mayores placeres es viajar en urbano por la noche y poder ver la ciudad deshabitada, teñida de nostalgia y de pasado, de un pretérito que no deja nunca de ser presente, y de historias anónimas que esperan ser descubiertas. Hay historias que sólo nacen a esas horas para volver a morir por las mañanas. Sólo la noche puede intensificar la magia de lo cotidiano, el valor de un abrazo, o el ruido de un café cerrando sus puertas. Las puertas se cierran, pero ese café conserva a cada uno de los que pasaron allí, cada uno de sus pasos, gestos, y palabras. Casi como la máquina grabadora inventada por Morel, en aquel libro de Bioy, los lugares conservan a quienes les dan vida, los guardan, se los quedan. Les roban sus miradas para no devolvérselas jamás. Cuando habitamos un lugar siempre perdemos algo en él. Nadie sabe donde se guardan esos rasgos, pero todos pueden sentirlo en alguna parte. Tal vez por eso disfruté aquella noche caminar por la peatonal vacía, o subirme a un colectivo donde no había ningún pasajero. Ahí estaba lleno de historias, aunque no hubiese nadie. El placer fluye al sentir que la ausencia y el vacío son los únicos que nos llevan a recordar, porque están cargados de fragmentos, de personas que no están pero que dejaron sus marcas para seguir sobreviviendo: en algún café, en alguna esquina, o en un simple estudiante que disfruta de viajar por la noche en colectivo.







Diego

Recuerdo..

la noche en que estaba sin compañía en el Cine El Cairo, rodeado de algunas parejas, y empezó a sonar esta canción antes de que empieze la película





Sólo reí 

Vida actual y la inevitabilidad de la pregunta por el después

Pare de sufrir demanda una Iglesia, satisfacción garantizada prometen algunos, y evitar toda crisis delegan como primer precepto los defensores de la felicidad plena; esa que no existe, pero que muchos se empeñan en divulgar que sí, como si la conocieran nos informan entonces que han llegado con una revelación, basta con aprender algunas técnicas, basta cambiar nuestros esquemas disfuncionales, atraer determinadas energías, o tal vez algo más simple, cambiar el punto de vista.
Te preguntás si son casuales las concepciones que abrigan en lo más profundo de sus pensamientos. ¿Por qué concebir la crisis como esencialmente negativa? ¿Será ingenuo creer que el discurso científico impulsa la idea de crisis como destrucción sólo para evitar otro tipo de crisis, de carácter global? ¿Por qué se quiere evitar el sufrimiento y el dolor?. No se trata de una cuestión de preferencia, que nos guste o nos disguste,  sino de aceptar un rasgo inherente y propio de la humanidad. Desde el momento en que sabemos eso que nadie quiere saber, desde el momento en que sabemos que vamos a morir, el dolor surge de nuestras entrañas. Y no hay mecanismo que logre evitarlo. O al menos estos mecanismos siempre fracasan. Porque no puede menos que producirnos desazón y desgarro saber que algún día dejaremos de existir. Porque no puede menos que angustiarnos saber que algún día seremos despojados de las fuentes de nuestra sensibilidad. Porque no podemos evitar sentirnos desarraigados. Eso es lo que sabemos, que somos incompletos, y que encima, vamos a morir: incompletos y finitos reza la fórmula de nuestra creación. Tal vez sea lo único de lo que podemos estar seguros. Por eso vale la pena, de vez en cuando, permitirnos estar tristes.


Foto: Desde la ventana
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Diego

jueves, 10 de febrero de 2011

El coraje de recordar

Cuando pisé por primera vez esos pasillos intentaba trasladarme a aquel otro lugar. Intentaba escuchar los gritos desesperados, desgarrados, sedientos de humanidad, aunque tal vez ellos, quienes soportaban las más insoportables afrentas, comprendían que en manos de quienes estaban, lo propiamente humano no era el amor sino el odio más inescrupuloso, la intolerancia llevada al extremo, y la búsqueda de la destrucción como principal objetivo. Los otros mataban porque no podían aceptar la diferencia. Mataban porque no podían, tal vez, matarse ellos mismos.
Recordar la dictadura más sangrienta de nuestro país será siempre un desafío. Para nosotros mismos, pero sobre todo, será un desafío hacia aquellos poderes que la ejecutaron y desarrollaron. Y lo será porque todavía esos poderes existen, lo será porque todavía no murieron. Recordar es vencer ese miedo a la muerte que instalaron en cada uno de nuestros cuerpos para evitar nuestro compromiso y lucha. Recordar es poder ver que la palabra más manchada de nuestro vocabulario es la única herramienta que nosotros tenemos para vencer el terror que supieron depositar. Recordar es crear colectivamente el poder alternativo, el dador de vida, y enfrentar a la muerte para ya no tener temor, sino coraje y esperanza.




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Diego