jueves, 24 de febrero de 2011

Ernesto

Si cada gota de lluvia era una lágrima de los dioses, no cabía duda que aquellos hombres y mujeres no estaban solos en ese círculo con sus rostros plagados de rescaldos de nostalgia. La tierra que cada uno de ellos sostenía entre sus manos abrigaba la cálidez de tardes de antaño; era la misma tierra con la que alguna vez Ernesto supo embarrarse siendo sólo un niño jugando a la pelota. Hoy lo despedían en medio de paraguas que se empeñaban en ocultar la tristeza de las miradas pero que no fueron suficientes para camuflar el sonido del llanto. Esa tierra que se esparcía entre sus dedos era la misma tierra que años antes Ernesto cultivaba para obtener sus frutos y crear con ella un vínculo especial que no caducaría nunca. Él y la tierra no eran tan diferentes, lo que ella tenía en marcas, él lo cargaba en arrugas.
La mayoría de los humanos rendimos pleitesía al cielo, decía Ernesto, tal vez porque es inalcanzable. Pero somos sin embargo indiferentes a quien todos los días está con nosotros confundiéndose con nuestros cuerpos. No había fijeza y solidez como la de la tierra, por eso ella y Ernesto eran tan parecidos.
Si hoy llovía, era sólo por una razón: los dioses también estaban tristes. Se habían percatado de que alguien los había olvidado y que esa tierra sin santos, la de la cancha, la del deseo y la concupiscencia, les había ganado la batalla.
Llovía y Ernesto se fue a donde siempre había pertenecido. Sin prólogos, sin epílogos, él y su tierra fueron todos los días, también hoy, la misma cosa.


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Diego.

Punto

"La muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres. Éstos se conmueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser el último; no hay rostro que no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño. Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y de lo azaroso. Entre los Inmortales, en cambio, cada acto (y cada pensamiento) es el eco de otros que en el pasado lo antecedieron, sin principio visible, o el fiel presagio de otros que en el futuro lo repetirán hasta el vértigo. No hay cosa que no esté como perdida entre infatigables espejos. Nada puede ocurrir una sola vez, nada es preciosamente precario. Lo elegíaco, lo grave, lo ceremonial, no rigen para los Inmortales. Homero y yo nos separamos en las puertas del Tánger; creo que no nos dijimos adiós."

Fragmento de El Inmortal, Jorge Luis Borges



La línea de este escrito no quiere terminar, no quiere ser corroída y corrompida por un punto, el punto es el final y esta línea pretende la continuidad, sin embargo sólo el punto la convertiría en oración, sólo el final operando retroactivamente la volvería línea, pero aún así se resiste a ser persuadida, cree en la eternidad, impugnará cualquier afirmación que exprese lo contrario, piensa que a los hombres les sucede lo mismo, también suelen rechazar el punto final de sus propias líneas, pero ese es su destino común, ese punto que los martiriza es después de todo el que otorga valor a sus vidas, sólo porque mueren sus vidas tienen valor, sólo porque mueren cada uno de sus momentos es importante, los pierde de antemano, deben declararse perdedores antes de empezar, nada volverá a repetirse exactamente, si se repitieran incansablemente todas estas palabras nadie leería esta línea que no quiere concluir, se la lee porque alguna vez irremediablemente terminará, esta línea sigue resistiendo, pretende la extensión infinita, no quiere disiparse ni desaparecer, está convencida de que puede hacerlo, se repite que no habrá punto, esta línea no .




 Diego      

miércoles, 16 de febrero de 2011

El robo perfecto

Sus rostros se diluían constantemente, volviéndose inescrutables y conservando un rasgo en común: ninguno de ellos era del todo transparente. Eran tal vez, la obra maestra del enigma. Todos guardaban un rasgo oculto y deseaban ser redimidos por quien los contemplara.
A pesar de las dificultades propias de quien no conserva el movimiento ni la expresión, perseveraban en su intento desesperado de transmitir un mensaje que nadie podía descifrar.
Si aún se mantenían inertes era por puro engaño, o porque tal vez, como Cortázar, sostenían que toda acción era la máscara de la carencia, mientras que la renuncia a la acción era la protesta misma de esa falta. Ellos habían renunciado a la acción, querían denunciar aquello que ya no tenían, pero lo cierto es que estaban ahí, viviendo, presos del paso del tiempo y esclavos de sus imágenes, con facciones exactas y gélidas, y con una espera que querían sostener.
Después de todo, algunas tribus tenían razon: las fotografías roban el alma


 Foto: Julián Ibañez Venegas




Diego

Intifadah

La piedra que levantaba Khalil no era más grande que su mano, pero tenía el peso de la historia. El peso de pueblos ocupados y destruidos hasta sus cimientos, de mezquitas convertidas en cenizas y cementerios arrasados. La Biblia era el título de propiedad de los opresores. Ellos también habían sufrido las consecuencias del desconocimiento de su pueblo en carne propia, pero sin embargo franqueaban los límites para extender su dominación. Sus necesidades no debieron significar nunca la negación de las necesidades del otro, pero así fue.
Khalil seguía ahí, consciente sólo del valor de su tierra, manteniendo su piedra por la identidad que le arrancaron, por la sangre y la voz de los que ya no están, y por ese rincón de Palestina que le pertenece.
La historia la escriben los que ganan, pensaba. Y tenía razón en este caso, pero también debía saber que la memoria de los pueblos no se apaga ni puede acallarse. La memoria de quienes pierden también se escribe en alguna parte. Mientras tanto resonaba en el aire una frase de Emile Habibi: Vuestro holocausto, nuestra tragedia. 




(Foto: Bansky con edición)



Diego

domingo, 13 de febrero de 2011

Historias Sacras

La causa está perdida, repetía, no sabemos por qué estamos acá, por qué existe esto. Bien podría haber nada, bien no podrían existir los planetas, ni el sol, ni el universo. Nada, la nada. No podía concebirla. No estaba preparado para hacerlo, y aunque lo estuviese, era imposible imaginársela. La razón humana se topa con su límite en ese preciso instante. Vivir vaciando el por qué, llenándolo sólo de incertidumbre para volver a vaciarlo, suele ser muy angustiante, pero no podía traicionarse a sí mismo. Zoroastro recibía las revelaciones de Ahura Mazdah, Moisés de Yahvé, Mahoma de Alá, y Jesús de Dios. La estructura parecía ser siempre la misma y su fé no era suficiente. Seguía sin creer.
Pero en algo creía, o más bien, algo le atraía profundamente, y no eran las historias divinas, sino las historias de seres finitos e imperfectos, las de gente de carne y hueso como él. Creía en las historias de pueblo que se modificaban con cada generación. Creía en los viejos tomando mates en las veredas y los pibes mojándose en la lluvia. Creía en las revelaciones de viejos ancestros, en las fotos color sepia, y las pequeñas historias llenas de simpleza. Creía que era más sagrada la historia de la señora de la esquina revelándose ante su marido, que Moisés atravesando el desierto, no porque la liberación del pueblo hebreo no le pareciese importante, sino porque si existía alguna travesía en su vida cotidiana, era la que atravesaban esos seres que no recuerdan más que sus familiares. Creía más valioso a aquel señor que trabajó para sus hijos, que Buda descubriendo el mundo pobre y lleno de miserias que su padre intentaba ocultarle. Para él, si existía algo sagrado, no estaba más que en esos lugares y en esas personas. Lo sagrado estaba a su alrededor. Si había alguna blasfemia era la de no reconocerlo.
                                                                                   


  




Diego

Cielo

Cuando dos cuerpos pugnan por encontrarse no hacen falta palabras que lo declaren. Hablan por sí solos, aunque las consciencias no consientan. Sus cuerpos demandaron lo que alguna vez omitieron. Ya no tenían diez años ni jugaban a la rayuela en el patio de la escuela. El orden riguroso se había transformado en caos. Bastó un solo pensamiento obsceno y la misma cantidad de minutos que la edad que tenían cuando se conocieron, para sentirse como nunca antes lo habían hecho. Cada uno de sus movimientos los acercaba más al final. Cada una de sus gotas de sudor profanaba más aquello que alguna vez supo ser sagrado. Se declararon militantes de lo mundano, y cuando se dieron vuelta, ya habían llegado al final del juego. La piedra estaba en el cielo, pero ya no eran más niños.


(La foto no me pertenece)






Diego

sábado, 12 de febrero de 2011

Volver para escribir

Estaba en esa estación buscando otra cosa, una señal, un gesto, un color que se torne contrastante con aquel mundo contaminado de grises y de sombras. Mientras miraba el afuera por las grandes paredes de cristal, buscaba un quiebre, la introducción de una diferencia, el capítulo fundamental del libro. Pensó en los grandes escritores, en su majestuosidad, en los personajes que tomaban vida y compartían con él una charla en Montevideo, un debate en París, o una noche en Buenos Aires. Pensó que tal vez él mismo era un personaje y estaba siendo escrito por alguien en alguna parte del mundo. Pero era él, estaba seguro. Estaba ahí, en esa estación, esperando un colectivo, intentando escribir. Nadie estaba marcando sus pasos, nadie estaba determinando sus angustias, nadie estaba siendo autor de su propia vida. Era el resultado de la más pura contingencia. Había sido arrojado a la existencia, y ni siquiera sabía si alguien lo había hecho. Volvió a recordar a aquellos personajes literarios, a  Martín Santomé, a la Maga, y a la misteriosa y sensual Alejandra, mientras un hombre a su lado se quejaba incansablemente del caos del tráfico. Ellos no podían ayudarlo. Tampoco los vestigios de su viejo hogar, ni las voces de sus amigos rondando su consciencia.  Hacía falta algo más para escribir ese capítulo, un despertar compartido, un pensamiento simultáneo. Quiso entonces intentar escribirlo solo, sin la presencia de nadie. Después de todo, pensó, los últimos capítulos son los más importantes; a pesar del paso del tiempo conservan sus cualidades, actúan sobre los capítulos anteriores modificándolos, dándoles otro sentido, casi como lo que nos sucede a los hombres cuando llegamos al final de nuestras vidas y miramos hacia atrás.
Tomó su lapicera y empezó a escribir. Tenía que encontrar el punto y aparte que genere una diferencia, tenía que salvarse del imperio de la razón, empezar a convertir el soñar en algo más que un verbo. Otra vez brotó la sensación de no pertenecer a ese lugar. ¿Qué hacía ahí, en una terminal repleta de valijas y gente apresurada, intentando desesperadamente volver a su pasado para tomar algún indicio que lo guíe? Porque eso era lo que había pensado. Si quería introducir alguna diferencia en su transcurrir debía volver a sus recuerdos y buscar una señal.
Lo intentó de nuevo, una y otra vez. Pero no podía. Volver era imposible. Las condiciones nunca estuvieron dadas para que esa palabra exista, ni uno es el mismo cuando vuelve, ni las cosas son las mismas. Heráclito siempre tuvo razón. Comprendió entonces que los retornos son sólo míticos, y que encontrar un antes y un después iba a ser más costoso de lo que había pensado: sin poder volver a su pasado no podría encontrar las letras que lo ayuden a escribir su porvenir.
Pero la calma lo envolvió y se apropió de él. Lo había intentado... Algún día volvería a escribir






Diego

viernes, 11 de febrero de 2011

La magia de lo cotidiano

Uno de mis mayores placeres es viajar en urbano por la noche y poder ver la ciudad deshabitada, teñida de nostalgia y de pasado, de un pretérito que no deja nunca de ser presente, y de historias anónimas que esperan ser descubiertas. Hay historias que sólo nacen a esas horas para volver a morir por las mañanas. Sólo la noche puede intensificar la magia de lo cotidiano, el valor de un abrazo, o el ruido de un café cerrando sus puertas. Las puertas se cierran, pero ese café conserva a cada uno de los que pasaron allí, cada uno de sus pasos, gestos, y palabras. Casi como la máquina grabadora inventada por Morel, en aquel libro de Bioy, los lugares conservan a quienes les dan vida, los guardan, se los quedan. Les roban sus miradas para no devolvérselas jamás. Cuando habitamos un lugar siempre perdemos algo en él. Nadie sabe donde se guardan esos rasgos, pero todos pueden sentirlo en alguna parte. Tal vez por eso disfruté aquella noche caminar por la peatonal vacía, o subirme a un colectivo donde no había ningún pasajero. Ahí estaba lleno de historias, aunque no hubiese nadie. El placer fluye al sentir que la ausencia y el vacío son los únicos que nos llevan a recordar, porque están cargados de fragmentos, de personas que no están pero que dejaron sus marcas para seguir sobreviviendo: en algún café, en alguna esquina, o en un simple estudiante que disfruta de viajar por la noche en colectivo.







Diego

Recuerdo..

la noche en que estaba sin compañía en el Cine El Cairo, rodeado de algunas parejas, y empezó a sonar esta canción antes de que empieze la película





Sólo reí 

Vida actual y la inevitabilidad de la pregunta por el después

Pare de sufrir demanda una Iglesia, satisfacción garantizada prometen algunos, y evitar toda crisis delegan como primer precepto los defensores de la felicidad plena; esa que no existe, pero que muchos se empeñan en divulgar que sí, como si la conocieran nos informan entonces que han llegado con una revelación, basta con aprender algunas técnicas, basta cambiar nuestros esquemas disfuncionales, atraer determinadas energías, o tal vez algo más simple, cambiar el punto de vista.
Te preguntás si son casuales las concepciones que abrigan en lo más profundo de sus pensamientos. ¿Por qué concebir la crisis como esencialmente negativa? ¿Será ingenuo creer que el discurso científico impulsa la idea de crisis como destrucción sólo para evitar otro tipo de crisis, de carácter global? ¿Por qué se quiere evitar el sufrimiento y el dolor?. No se trata de una cuestión de preferencia, que nos guste o nos disguste,  sino de aceptar un rasgo inherente y propio de la humanidad. Desde el momento en que sabemos eso que nadie quiere saber, desde el momento en que sabemos que vamos a morir, el dolor surge de nuestras entrañas. Y no hay mecanismo que logre evitarlo. O al menos estos mecanismos siempre fracasan. Porque no puede menos que producirnos desazón y desgarro saber que algún día dejaremos de existir. Porque no puede menos que angustiarnos saber que algún día seremos despojados de las fuentes de nuestra sensibilidad. Porque no podemos evitar sentirnos desarraigados. Eso es lo que sabemos, que somos incompletos, y que encima, vamos a morir: incompletos y finitos reza la fórmula de nuestra creación. Tal vez sea lo único de lo que podemos estar seguros. Por eso vale la pena, de vez en cuando, permitirnos estar tristes.


Foto: Desde la ventana
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Diego

jueves, 10 de febrero de 2011

El coraje de recordar

Cuando pisé por primera vez esos pasillos intentaba trasladarme a aquel otro lugar. Intentaba escuchar los gritos desesperados, desgarrados, sedientos de humanidad, aunque tal vez ellos, quienes soportaban las más insoportables afrentas, comprendían que en manos de quienes estaban, lo propiamente humano no era el amor sino el odio más inescrupuloso, la intolerancia llevada al extremo, y la búsqueda de la destrucción como principal objetivo. Los otros mataban porque no podían aceptar la diferencia. Mataban porque no podían, tal vez, matarse ellos mismos.
Recordar la dictadura más sangrienta de nuestro país será siempre un desafío. Para nosotros mismos, pero sobre todo, será un desafío hacia aquellos poderes que la ejecutaron y desarrollaron. Y lo será porque todavía esos poderes existen, lo será porque todavía no murieron. Recordar es vencer ese miedo a la muerte que instalaron en cada uno de nuestros cuerpos para evitar nuestro compromiso y lucha. Recordar es poder ver que la palabra más manchada de nuestro vocabulario es la única herramienta que nosotros tenemos para vencer el terror que supieron depositar. Recordar es crear colectivamente el poder alternativo, el dador de vida, y enfrentar a la muerte para ya no tener temor, sino coraje y esperanza.




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Diego