Si cada gota de lluvia era una lágrima de los dioses, no cabía duda que aquellos hombres y mujeres no estaban solos en ese círculo con sus rostros plagados de rescaldos de nostalgia. La tierra que cada uno de ellos sostenía entre sus manos abrigaba la cálidez de tardes de antaño; era la misma tierra con la que alguna vez Ernesto supo embarrarse siendo sólo un niño jugando a la pelota. Hoy lo despedían en medio de paraguas que se empeñaban en ocultar la tristeza de las miradas pero que no fueron suficientes para camuflar el sonido del llanto. Esa tierra que se esparcía entre sus dedos era la misma tierra que años antes Ernesto cultivaba para obtener sus frutos y crear con ella un vínculo especial que no caducaría nunca. Él y la tierra no eran tan diferentes, lo que ella tenía en marcas, él lo cargaba en arrugas.
La mayoría de los humanos rendimos pleitesía al cielo, decía Ernesto, tal vez porque es inalcanzable. Pero somos sin embargo indiferentes a quien todos los días está con nosotros confundiéndose con nuestros cuerpos. No había fijeza y solidez como la de la tierra, por eso ella y Ernesto eran tan parecidos.
Si hoy llovía, era sólo por una razón: los dioses también estaban tristes. Se habían percatado de que alguien los había olvidado y que esa tierra sin santos, la de la cancha, la del deseo y la concupiscencia, les había ganado la batalla.
Si hoy llovía, era sólo por una razón: los dioses también estaban tristes. Se habían percatado de que alguien los había olvidado y que esa tierra sin santos, la de la cancha, la del deseo y la concupiscencia, les había ganado la batalla.
Llovía y Ernesto se fue a donde siempre había pertenecido. Sin prólogos, sin epílogos, él y su tierra fueron todos los días, también hoy, la misma cosa.
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Diego.