miércoles, 16 de febrero de 2011

Intifadah

La piedra que levantaba Khalil no era más grande que su mano, pero tenía el peso de la historia. El peso de pueblos ocupados y destruidos hasta sus cimientos, de mezquitas convertidas en cenizas y cementerios arrasados. La Biblia era el título de propiedad de los opresores. Ellos también habían sufrido las consecuencias del desconocimiento de su pueblo en carne propia, pero sin embargo franqueaban los límites para extender su dominación. Sus necesidades no debieron significar nunca la negación de las necesidades del otro, pero así fue.
Khalil seguía ahí, consciente sólo del valor de su tierra, manteniendo su piedra por la identidad que le arrancaron, por la sangre y la voz de los que ya no están, y por ese rincón de Palestina que le pertenece.
La historia la escriben los que ganan, pensaba. Y tenía razón en este caso, pero también debía saber que la memoria de los pueblos no se apaga ni puede acallarse. La memoria de quienes pierden también se escribe en alguna parte. Mientras tanto resonaba en el aire una frase de Emile Habibi: Vuestro holocausto, nuestra tragedia. 




(Foto: Bansky con edición)



Diego

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